MOMO

El milagro no cae del cielo. MOMO II

MOMO II
Renacer, Año 3/ Nro 11/Julio-Septiembre, 1997, p.19
Hace tiempo (no tan corto para evitar el sensacionalismo, ni tan largo para impedir a la melancolía dejar su huella en el recuerdo) encontré un poema tirado a la puerta de una escuela… ¡Cuidado con los estudiantes que botan poemas! Al leerlo vi que su autor era un amigo, muy incomprendido como escritor pero buen maestro de Literatura.
Mi amigo pertenece a una especie en extinción; es un idealista, un soñador. Es alguien que todavía cree en milagros. No cesa de repetir una frase del ya obsoleto y desvencijado pero nunca olvidado poeta Walt Whithman: “Vamos, ¿quién exagera el valor de un milagro? En cuanto a mí, no conozco otra cosa que no sean milagros…”.
Mi amigo vive entre puestas de sol, libros carcomidos, antiquísimas películas de Chaplin, estudiantes de secundarias, tres o cuatro cosas más (rarísimas, por cierto); ¡y dice ser feliz!
Mi amigo un día…
Basta de palabras. Queden con el poema.
El felino encerrado en sí mismo
clama por un pez atípico
(añoso, libre, digno…)
que brinde amistad mojada
de muchos abrazos (pocas palabras)
vacíos de intereses llenos…
Lo busca desde el ocaso de ayer
(desde el solitario ocaso de ayer)
con ojos sordos
a cada lágrima abstracta
y a una ligerísima sonrisa invisible.
Quizás ese pequeño queloide
(casi imperceptible)
en lo más oscuro del rabo
deseche la lógica impecable…
¿Qué pez vive fuera del agua?
El felino encerrado en sí mismo
clama por un pez atípico…
¡Y jura no tener más hambre!
El felino espera. Pero no se sienta y mira al cielo. El felino ofrece algo muy suyo. ¡Ojalá aparezca un pez que también espere lo mismo!, y ofrezca salir del agua. He ahí, incrédulos, el milagro.
Pero no sólo ahí sino en cada minúscula partícula de mundo, de cielo, de tierra, de agua. En cada esquina con postes eléctricos (y en cada esquina sin ellos), en cada árbol, en cada rosa, en cada niño que nace y en cada niño que corre tras el camión de los helados (¿camión de los helados?). ¡Viva el milagro! En fin, toda la vida y sus cosas, a pesar (o a favor) de las adversidades, llevan implícitas el toque milagroso que nos salva de la monotonía, esperamos, pero ofrecemos cada minuto (¡milagroso!) de nuestro andar haciendo caminos, tal vez estrafalarios para los patrones vigentes (los menos, por desgracia) pero caminos… ¡y dejan huellas!
(Quizás ya comprenda el famoso cuadro impresionista del gato y el pez contemplando el ocaso a la orilla de una playa).
Mi amigo un día me enseñó que la vida era algo más que mis problemas, que mi tedio, que mi aburrimiento, que mi desesperanza… que mi infelicidad. Mi dijo: “El milagro
no cae del cielo, sube del corazón… ¡de nuestros corazones! Ojalá no pierdas el hechizo de una noche estrellada por el enojo del insomnio tras un día de papeles, pasillos y puertas”.
Hoy decidí hablar de mi amigo para no encontrar más poemas tirados a modo de basura. Señores, el milagro no cae del cielo.
(El título del poema fue tapado por un vil garabato crayolesco. Llámenlo como gusten, no teman represalias. Al fin y al cabo no iremos a la guerra por palabras… ¡y pobre del que lo haga!).