Cuento

EL GRUPO

A ustedes, Marcial, Arturo, Jenniev, Alain…
porque les debo la alegría de un encuentro
no tan lejano… Y que jurado quede, con
esta dedicatoria que acaba…

Cuando Eddy entró a decirnos del suicidio de Jenny, Philippe cayó desmayado. Maricones de mierda, dijo Betty, maricones de mierda que no pueden asumir la vida sin la consabida mariconería. Él la quería mucho, musitó Eddy mientras golpeaba las mejillas del desmayado.
Charles no dijo nada. Se limitó a hundirse en la abstracción de tapar el rostro con una mano, queriendo decir muchas cosas. Betty tomó un cigarro de la cajetilla que
estaba encima de la mesa, lo encendió y se sentó en el sofá, justo a mi lado. Este cigarro es una mierda, alcanzó a decirme antes de romper a toser.
Betty tenía buenas piernas, macizas. Su rostro de vestal inspiraba sumirla en un sexo atroz. Aunque debía ser muy mala en la cama. Aquella violación a los quince años
fue demasiado sórdida como para no recordarla bastante tiempo. Producto de la violación fue aquel embarazo. Debiste cuidarte, puta engreída, dijo su padre. Siempre con esos vestiditos enseñándolo todo, dijo su madre. El hermano sólo reía mientras la golpeaba, demostrando cuanto había aprendido en el ejército. Betty perdió la criatura
aquel día. Mejor para ti, dijo el médico tocándole los muslos nada profesionalmente, haciendo que sendas lágrimas rodaran por las mejillas de la muchacha, aún sucias de
polvo y sanguinolentas manchas aparentemente secas.
––¿Por qué? –preguntó Philippe, recién recuperado.
––Porque es parte de la terrible condición humana
–dije mirando a Charles.
Entonces recordé el suicidio.
––¿No será una broma tuya, Eddy? –pregunté y mi credulidad no superaba mis ganas de fumar.
––¡La vida es una broma! –gritó Charles–. Una jodida broma que luego de entrar en ella se vuelve infinita. Te posee y te increpa y te coge por el culo. No se puede hacer
nada al respecto.
––No, Charles –dije algo molesto–. Broma es quizás que te acepten en Harvard y cuando vayas allá el avión se caiga y te hagas mierda, o tal vez que la mujer de tus sueños sea un trasvesti y tengas que lidiar con su afeite diario. Lo demás es sudor de agosto. Hay quien desea vivir y hay quien no. Jenny no quiso vivir y optó. Punto.
––No es una broma –balbuceó Eddy.
––¿Crees en la Trascendencia? –le preguntó a Charles.
––Creo en el momento, en el presente. Lo demás son palabras.
––¿Y por qué haces poemas?
––Porque me da la gana. Y cállate que los periodistas me dan asco.
Philippe besaba a Eddy en los labios. ¡Maricones de mierda!, dijo Betty. Le hice una seña para que no hablara.
Charles escribía algo. Inclinado sobre el papel, con los pelos cayéndole sobre el rostro, tapándole casi todo el rostro, parecía un surrealista. Conocí a Charles en un concierto
de rock. Solía desvestirse en medio del espectáculo para mostrar, escritas en su cuerpo, las frases más rockeras de la historia. Era famoso. Ahora ya no lo era tanto. Su militancia en las juventudes pentecostales lo había alejado del mundo por un tiempo. Se cortó el cabello, se quitó los aretes y cambió sus frases rockeras por extractos bíblicoss. Pero la rebeldía volvió a adueñarse de su esencia, o mejor dicho, se rebeló en su esencia y mandó a los pentecostales para el carajo. Estuvo tres años con ellos.
Charles haría buena pareja con Betty, aficionados ambos a la nada. Pero él nunca se fijaba en las mujeres. ¡Maricones de mierda!, volvió a decir Betty mientras encendía
otro cigarro. Charles levantó la mirada y leyó :

Cuando fue primavera
libremente decidiste apagarte y ser feliz
Yo medité y medité y medité
y mis venas siguieron siendo azules
y la nicotina nociva y deliciosa.
Y la duda eterna, invariable
como una queja eterna, invariable…
Entonces seguí siendo hippie,
uno más, desafiante del ocaso, imperfecto e infeliz…
(Tenía veinte años)

La última frase del poema debía ir entre paréntesis.
Tomé el papel y comprobé que sí, estaba. Lo mejor siempre pasa entre paréntesis. Pasa y se acaba.
––Dicen que dejó una carta para nosotros –dijo Eddy–. Nos culpa de su muerte.
––¿A mí también? –preguntó Betty.
––A todos…
––¡No puede culparme a mí! –gritó levantándose de mi lado–. Estoy cansada de asumir culpas por todos lados. Culpas, culpas, culpas, culpas, culpas… ¡Malditas culpas!
––Tienes sólo la culpa que te toca –dije.
––¿Y cuánto me toca?
––Toda compartida con nosotros. Ahora con el legado, toca a más.
Betty rompió a llorar. Fue hasta la puerta. Salió dando un portazo. Philippe y Eddy la siguieron. Su salida fue mucho más decente. Ellos siempre fueron muy decentes. Los
conocí el mismo día que conocí a Jenny, en una vulgar fiesta de disfraces. Los tres iban vestidos de escupida. El disfraz de escupida consistía en una sábana que los tapaba por completo. Se subían en cualquier silla y saltaban al suelo. Se acostaban en el suelo. Entraron al grupo hacía un año más o menos. Juntos éramos como el ideal humano, la perfección inconquistable individualmente.
Charles dormía. Jenny era tremenda cama. Fuimos novios durante tres meses. Me sorprendió en el lecho con Charles, al lado de Philippe y Eddy. Sólo faltan Betty y
tú para completar la diversión, dijo Eddy y sus palabras sonaron estúpidas. Estábamos tan drogados que rompimos a reír. Jenny no dijo nada. Se desvistió y compartió
el lecho con nosotros. No quiso drogarse. Charles era una máquina sexual que no necesitaba monedas para activarse. Charles dormía incómodo. Lo besé en los labios y salí.
Encendí un cigarro. Betty tenía razón.
El grupo fue lo mejor que pudo pasarnos a todos. Éramos unos marginados de mierda que buscaban salvarse de alguna manera. Éramos seis crisantemos en un búcaro
de barro encima de cualquier refrigerador Westinghouse antiguo. Éramos nada. Hacía frío. Boté el cigarro.

Mi reloj marcaba las once de la noche