[Segundo Premio de Narrativa en el Concurso de Poesía y Narrativa, 2000 del Instituto de Cultura Peruana.]
El último día de la huelga, vigésimo quinto del sofocante abril, Edward Tertera leyó el periódico que su esposa había dejado en la cama antes de preparar el desayuno.
Las noticias seguían tan insípidas como el triste almuerzo de cada mediodía. Alguien importante murió cuando su avión se precipitó en el mar. Una pareja de sodomitas fue
sorprendida en la noche, en el precioso barrio de Saint Lomé, mientras se satisfacían detrás de un árbol; la policía no quiso dar los nombres de los involucrados pero se
pensaba que fueran dos funcionarios públicos del lugar.
Antón Errogazquín abandonó el juicio y le debe a su exesposa doscientos millones. Se encontró un nuevo gen en los ratones que aumenta poderosamente su libido; los
científicos aseguran que dicho gen es aún más desarrollado en los humanos y que en un futuro no muy lejano será el principal elemento en la lucha contra el cáncer. Los
científicos descubridores del gen tendrán un presupuesto del gobierno federal de ochenta millones para continuar las investigaciones. El Verbitas ganó por cuatro goles el
partido de vuelta al Nazario, situándose en cuarto lugar de la liga y con posibilidades de seguir subiendo escaños gracias a la nueva adquisición, el mediocampista que antes jugaba en el Bareto. En algún lugar del mundo seguía la guerra y las NU daban los toques finales para los bombardeos masivos. Rogelio Ponce ganó el premio del rey por su gran novela: Alguna vez fue marzo.
Ana, el desayuno, ahuyó Edward desde la cama, dejando caer el periódico al suelo. Lo terrible de días de huelga era que había que inventarse un programa para no perder el día. Lo terrible de inventarse un programa consistía en que si la huelga duraba mucho, todo lo que había que hacer se hacía en los primeros días y luego no quedaba nada pendiente. Lo terrible de las huelgas es que siempre son para nada. Lo terrible de tu desayuno, dijo Edward, es que nunca has aprendido a preparar el café. Ana suspiró como suspiraba cada mañana, con ese aire de esposa resignada e inexistente, alisó su bata de
casa y volvió a la cocina.
El matrimonio de Edward con Ana no tenía más solución que la muerte, como casi todos los matrimonios. Eran de esas personas que nacieron, teniendo una infancia bien luminosa y que mientras crecían fueron masturbándose primero y luego miraron al otro como el igual complementario. Quizás robaron algo a la tía enferma o sufrieron varicela, sarampión o tuvieron diarreas. Eran de esas personas de las cuales sólo conocen los hijos, y en este caso, en el caso de Ana y Edward no sería así porque no tuvieron hijos. él siempre la culpó a ella y Ana suspiraba, con ese aire de esposa resignada e inexistente,
alisando la bata y volviendo a la cocina o al baño o a ese lugar donde su soledad la consolara, donde el esposo no fuera más que ese fantasma incapaz de joderla.
––Ana, tráeme un cigarro –gritó Edward y la esposa apareció con un cigarro encendido, sujetándolo entre sus labios. Inhaló un poco de humo y tosió. Ana tosía muy
discretamente, de esa manera en que, si existen, tosen los ángeles. Si algo le gustaba a Edward de su esposa era su forma de toser. Su forma de toser, sus labios, su metro con sesenta centímetros, su pelo rubio ahora con ese jodido tinte negro, los ojos que nunca miraban de frente, la delgadez extrema, casi anoréxica y las manos pequeñas no le dieron elección para escogerla entre todas muchachas de la universidad, cuando ambos estudiaban, quince años atrás. Pero lo que en realidad mataba a Edward era esa señita que Ana hacía con las cejas. No sé bien si levantaba una y la otra quedaba fruncida pero esa seña dejaba sin palabras a los muchachos del equipo de fútbol, donde Edward militaba como guardametas. Te invito a salir el jueves, le dijo cuando la conoció. No, respondió ella y fue su respuesta durante trece semanas. A la semana catorce la respuesta cambió por un quizás. El quizás se mantuvo por tres semanas. A la diecisiete por fin salieron. Hicieron lo que todos hacen. Ella pensó que lo amaba; él quiso pasar por la farmacia. Ella le contó a su mejor amiga; él se transformó en mito de masculinidad
y poder. Ella pensó en matrimonio; él no pagó la boda. Sí, dijo ella. Sí, dijo él. Puede besar a la novia, dijo el sacerdote. El beso fue largo. ¿Cuántas veces te voy a decir
que no te pongas más el cigarro entre los labios cuando los tienes pintados?, dijo Edward y su esposa le dio el cigarro. ¿Hasta cuándo dura la huelga?, preguntó Ana. Hoy
sería el último día. Las mejoras salariales brillaban por su ausencia pero hoy acabaría la huelga. Y mañana Edward tendría que volver a la manufacturadora de papel y cartón, a hacer como si trabajara, empaquetando doscientos, trescientos, cuatrocientos desvencijados mazos de material de desecho que antes fueron revistas, periódicos o
propaganda publicitaria. Edward tendría que volver mañana a la interminable agonía que se sumaba a la suya propia, guardada junto con los deseos de ser quien no era.
Hasta que Dios quiera, musitó Edward mientras etéreas formas salían de entre sus labios y hoyos nasales. Hasta que Dios quiera, repitió Ana y desapareció en el camino de la cocina.
Edward quedó allí, en la cama, con la mano debajo de su cabeza. Fumaba. La vista estaba fija en el techo. Los espacios sin pintura semejaban algunas figuras, increíblemente delineadas, como queriendo ser tomadas por etúpidas pruebas sicológicas. Esto es un cisne; esto es un cisne y aquello es un payaso. A la derecha hay un león y allí una mujer desnuda que duerme… ¡Ana!, gritó y la esposa apareció de nuevo en el cuarto. Acuéstate a mi lado, pidió y Ana obedeció sin pronunciar palabra alguna.
Ahora ambos estaban acostados, mirando al techo, apuntando al techo. Sonreían. Edward trataba de explicar, desde su condición de huelguista, de luchador por los derechos de los trabajadores, de héroe, sí, de héroe, el significado de cada uno de los dibujos, y como todos formaban un gran mosaico que dejaba leer: Si la lucha
continúa, la victoria es cierta. Ambos guardaron silencio. Miraban al techo pero la verdadera visión los recorría por dentro una y otra vez. Los desnudaba, les mostraba la
verdad de sus existencias. Esa misma visión comenzó a viajar hacia atrás, hacia sus tiempos ya vividos. Hay veces en que sólo asumimos el pasado en breves espacios donde amontonamos todas las experiencias y eso nos tortura porque lo que tanto queremos diseminar, espaciar entre tanta mierda, resalta sobre todas las cosas y viene a escupirnos directamente en el rostro, y entonces descubrimos que no tenemos pañuelo, notamos que no hay un cabrón pedazo de papel cercano para limpiarnos. Y tenemos que
seguir, con la mancha en la cara. Aquí vienen las opciones, las tristes opciones de bajar la cabeza para no mostrar nuestra vergüenza, o la de levantar la frente y seguir
andando. Tengo miedo, dijo Ana, y sus mejillas fueron el sendero para las lágrimas que rodaban intermitentemente, fluyendo más rápido que de costumbre. Edward sintió
compasión primero y luego deseo. Abrazó a Ana y comenzó a besarla. La esposa respondió tímida y luego se entregó por completo a los labios y la lengua del esposo. Al
abrazo del esposo. Recordaba aquella primavera cuando recibió aquel primer abrazo y el primer beso. Tembló, igual que lo hacía ahora. Fue sintiendo como era despojada de
sus ropas, de su sucia bata de casa, mostrando sus senos, que siempre temía enseñar, aún en la más absoluta de las oscuridades, aún sabiendo que el esposo dormía o no la miraba. La lengua de Edward reconoció todo su cuerpo, célula por célula. Pero nada de lo que el esposo estaba haciendo podía ahuyentar el miedo de Ana.
Después de hacer el amor, quedaron dormidos. Ana despertó a las dos y treinta y seis de la tarde, se incorporó y, sentada en la cama, se vistió. Fue hasta la cocina. Tomó una cacerola, la llenó con agua y la puso encima de la llama, a fuego lento. Cuando el agua hervía puso dentro de ella un paquete de espaguetis. Tenía que esperar quince minutos hasta que el almuerzo se cocinara. Se sentó. El esposo siempre le hacía el amor de la misma manera. Siempre soñó con encontrarse algún muchachito de esos que gustan de mujeres maduras para probar nuevas variantes. Pero siempre reprimía este deseo. Edward no merecía eso. Realmente no se lo merecía. Ella admiraba a su esposo; él siempre era esa especie de reto a superar, esa sed para seguir adelante. Y lo había admirado desde la universidad. Edward fue el primer expediente de su clase, el tipo brillante, el jugador de fútbol, el superhombre.
Y ahora lo había sacrificado todo, había dejado su puesto en la compañía informática por no tolerar los masivos despidos por recortes económicos. La vida entonces se les tornó en un brincar y brincar de silla en silla en un aula de tercer grado, mientras la profesora está en el pasillo, o en la dirección o en cualquier otro lugar y puede entrar en
cualquier momento, dejando a los brincadores después de las cinco y treinta. Todo se volvió cuarenta grados centígrados con vestiduras antárticas. Y ella, en sus treinta y
seis años no aguantaba aquello que se les vertió encima como la más despiadada plaga yahvítica. Ella no tenía ninguna responsabilidad en toda esa mierda. Del otro lado,
sin embargo, estaba la imagen de Edward pidiendo comprensión, clamando por apoyo. ¿Qué hacer, Dios mío?, y comprendió que siempre fue atea. Sus padres lo fueron.
Sus abuelos también. Sus tatarabuelos emigraron de un lejano lugar cuyo nombre recordaba a veces. Edward no era tampoco creyente. ¿Qué hacer, Dios mío?, y hundió
su rostro en sus manos. La idea divina que habitaba aquellas neuronas se simplificaba a un viaje sin retorno, abandonando. Emigración definitiva. Mentira. Sistema de ideas
para hacerlo todo soportable y ahorrarse el sufrimiento de días de huelga, días como estos que corrían anárquicamente. Suicidio… ¡Suicidio!
Ir hasta el cuarto y esperar a que el esposo durmiera y darle un balazo entre los ojos. Cortarle el cuello y ver como la sangre manchaba la sábana. Asfixiarlo con la almohada. Convencerlo de que ya todo estaba perdido y que debían perderse ellos en las llamas.
Los espaguetis terminaron de cocinarse. Puso en ellos salsa roja con sabor a tomate y añadió un poco de queso. Veneno, ¿dónde está el veneno? ¿Dónde la pistola?
¿El cuchillo? ¿Dónde estaban las ganas, el valor, la resignación, amiga orgiática e inseparable? ¿Dónde están los platos, los cubiertos, la bandeja, los vasos? La botella de
buen vino quedó mediada luego de darse en dos vasos. Eso, un buen botellazo en la cabeza, y luego otro y otro y otro. El último. La limpieza. La policía. La cárcel. Quizás el
ejemplo. Estoy aquí, señoras y señores porque este injusto orden económico me llevó a hacerlo. Yo lo amaba. Lo amaba tanto que no pude verlo sufrir más. él fue mi inspiración, la razón persistente que movió mi cuerpo mientras lo hacía. Por eso digo que busquen jovencitos, señoras insatisfechas. Ellos no son problemáticos. Ellos no hacen pensar más de cuatro cosas. Pero son buenos en la cama. Y necesitamos sexo. A nuestras frágiles edades lo necesitamos más que nada. Y todos aplaudirían. Todos menos dama justicia. Aún si quisiera no puede. No puede dejar esa estúpida balanza. Además ¿será sorda?
Ana, el almuerzo, escuchó. Ya va, dijo y entró en el cuarto cargando la bandeja con dos platos, los cubiertos y dos vasos mediados de vino rojo. Edward se acomodó,
recostando la espalda a la cabecera de la cama. Ana puso la bandeja en sus muslos y se sentó del otro lado. Cada uno tomó su plato, tomó su vaso y se miraron. Brindaron.
El sonido de las copas fue seguido por sonrisas reprimidas por los labios cerrados. Bebieron algo. Buen vino, dijo Edward. El mismo de siempre, dijo Ana. Comenzaron a
comer. Se embarraban los labios con la salsa roja con sabor a tomate y algún que otro hilacho de queso caía sobre sus cuerpos y sobre la cama. El silencio se interrumpía
por la lucha de los cubiertos y los platos.
Cuando estuvieron satisfechos, aún quedaba algo de espaguetis y un poco de vino para ambos. ¿Por qué cocinas tan mal?, preguntó Edward. Cuando aprendas a hacer
el amor te digo, pensó decir Ana pero sólo hizo una mueca de desacuerdo. Entonces tomó un puñado de espaguetis y lo lanzó a la cara del esposo. Edward hizo lo mismo.
Comenzaron una lucha, lanzando espaguetis, desparramando vino, forcejeando, despojándose de las sábanas y la ropa. Tocándose. Besándose. Cada roce entre la grasa,
la salsa roja con sabor a tomate y los hilachos de queso y los cuerpos desnudos y las manos en los cuerpos desnudos y las lenguas en las lenguas y en los cuerpos desnudos, eran gritos de aprobación. Sí, fueron hechos el uno para el otro. Ámense. Ódiense. Ámense. Ódiense. Ámense. Ódiense. Jódanse el uno al otro, el uno con el otro
y luego sálvense. Sálvense. Piérdanse. Déjense penetrar por la soledad del otro, por los vicios del otro. Las bajezas, los fluidos cancerígenos, las varicelas, las paperas, los sarampiones, los malos alientos, las menstruaciones, las eyaculaciones indeseadas, el arcángel San Gabriel, Belcebú, Pedro el panadero, el hijo que nunca tuvieron, el
sexo anal que nunca hicieron, las culebras de las pesadillas de siempre, Fellini, Vera Lynn, Arturo González Dorado, Nicole Barabe, el tiempo por venir, los mejores regalos
de la infancia, las violaciones de las cárceles de países lejanos, las violaciones de las cárceles del país propio, el asesino del tranvía, el árbol mustio, las señoritas de
Avignon, Frank Iraola, los hermanos Abreu, Dios, Harvard College, el escritor de este cuento, Antón Pirulelo, el bate que nunca acarició la bola, la pierna perdida en la guerra, el último aborto americano, el grito que nadie escuchó por el bombardeo. Daña Girard, Tere Gracía y su hijo Chris que hará la prueba el próximo sábado al mediodía,
el primer auto, el vómito del aura coja, las predicciones, las mentiras, los discursos (perdonando la redundancia), la argentina que besó al emigrante y luego escribió una
carta, la carta, los lápices, los infantes bizcos, los genios alcohólicos, mis sobrinos, tu madre, el Padre Kubala, la dama suicida, arzobispo Favarola, huye pan que te coge
el diente, el último legado del primer sanatorio, la constitución, la Marsellesa, los duques, Italia, los taparrabos, Playboy, Newsweek, el Granma, tu madre de nuevo, el tipo
que dudó, el que sigue dudando, el juego que no cesa. Martes, la semana de pascua, el pescador dentro de la ballena, el esqueleto neanderthal, tu abuela, tu abuela de
nuevo, los chicos molestados, las pruebas en blanco, las chicas en cueros, las escuelas, el pueblo uniformado, los fusiles, las pantallas perdidas, las medallas, las sillas de
ruedas, el siglo dieciocho, el avión sin rumbo con cocaína dentro, el humo, el frío, agosto. Todos los presentes. Todos los ausentes. Déjenlos entrar a todos y déjenlos volverse nada. Dejen que recen por ustedes y ustedes recen por ellos. Ahora duerman, después de saciarse duerman.
Duerman.
Y despiértense. Ana primero y tú, Edward, sigue durmiendo. Y Ana mirará al techo. Y verá tus estúpidas figuras. Y sonreirá.
Ana irá al baño, abrirá la ducha. Y siente como el agua la recorre y la despoja de la grasa, de la salsa roja con sabor a tomate, de los hilachos de queso ya duros, y de ti, que sigues durmiendo y seguirás haciéndolo hasta la cena, o quizás hasta mañana, cuando iniciarás tu propia huelga. Y durará hasta que tu matrimonio se resuelva, como ya está escrito en alguna página sagrada. Y luego de bañarse. Ana se pondrá la sucia bata y la alisará, suspirando con ese aire de esposa resignada e inexistente. Y el día pasará. Y yo acabaré esta historia.
El último día de la huelga, vigésimo quinto del sofocante abril, el cuarto de los esposos Tertera tenía espaguetis en cada diminuto rincón visible. Los platos estaban encima del periódico, que tenía las mismas insípidas noticias de cada día que a nadie importaban, tirados en el suelo. Los vasos se habían roto y los cristales serían recogidos en algún momento del día siguiente. La casa seguía tan vacía como siempre.