Mario In The Heaven’s Gate y otros cuentos suicidas

MARIO IN THE HEAVEN’S GATE

A Dany, IN MEMORIAM

¿Pero cómo te has dejado llevar a un callejón sin salida, el mejor dotado de los conductores suicidas

JOAQUÍN SABINA.

El lápiz se movía pesadamente, cansado, por un papel rugoso, casi carmelita, arrancado de alguna libreta vieja.

«Jenny:

Eres mi sueño; la ternura viva que calma el escorpión que llevo dentro. Pensé en amarnos siempre, oyendo rock del bueno, hablando de estrellas fugaces, tomando alcohol añejo en palitos de roble y durmiendo desnudos en el cuartico de las herramientas pero no me amas como yo quería que me amaras. Estoy cansado de los tumultos en mi cabeza y algo me llama con él a una vida nueva sin este dolor cerebral.

                                        Te ama siempre,

                                                                Mayito

P.D. Te dejo mis cassettes y el cuadro del hueco.
Déjale los otros cuadros al Govo.»

Al terminar de escribir clavó la carta en el escaparate. Cerró todas las puertas y ventanas, excepto la puerta de entrada. Apagó la casa y encendió veinte velas, una por cada año de existencia. La mañana no era lo suficientemente oscura como esperaba. Se fue desvistiendo mientras aparecían a través del espejo las paredes de su cuarto llenas de pinturas, afiches y cintas. Le dolía dejar todo aquello, su mundo que había sido lindo una vez, cuando soñaba con la paz mundial e imaginaba una pared sin repello llena de nombres felices, nombres sin banderas, sin sociedades injustas; cuando soñaba vivir por su sueño, luchar por su sueño; ¡Ah!, cuando soñaba.

Pero hoy y ayer, y antes de ayer la sociedad le demostraba que los sueños no dan comida y si le dolía algo y a los demás no, entonces ese dolor queda limitado a la individualidad, enterrando más y más la fraternidad humana guillotinada desde antaño: y mañana sería peor, y un pasado mañana terrible, y no había posibles soluciones en mucho tiempo más allá de un subsistir mediocre y sordo. Y no podía más. Tomar una decisión cobarde para muchos era su manera de mandar a carajo los conceptos que dañan el alma, su alma de rockero, poeta urbanista y pintor clandestino de muros insípidos a la vista. Y mandar al carajo conceptos criminales es valentía práctica, coherencia existencial. Definitivamente, el fin justifica los medios; eso lo aprendio bien rápido. Acaso demasiado rápido. Jenny era lo único que le quedaba, pero no lo quería. Le tenía lástima, lástima a su frustración permanente, a su idealismo carcomido de arquetipos rotos, a su precaria situación financiera, a su jicotea muerta en el último ciclón, y lástima se le tenía a los perros sarnosos y él era muy digno y por eso en la última borrachera le sonó una galleta, para que aprendiera a respetar a los hombres y la mandó para el carajo, que se fuera y que nunca se le ocurriera volver a mirarlo aunque después sufrió mucho, porque no quería haber hecho aquella mierda, porque la necesitaba para seguir viviendo, porque no era de hombres pegarle a las mujeres. A veces se justificaba: A fin de cuentas Jenny estudia medicina y con el tiempo va a volverse una de esas que piensan tener el mundo a sus pies y creen merecerlo todo y empiezan a mandar despóticamente a los demás, como su madre que dejó a su papá hecho un guiñapo, borracho empedernido sin ganas de vivir y sin trabajo del que vivir y el si que no iba a ser como su padre y no quería a una cuatrera vestida de dama burguesa jodiéndole la vida. Pero no se lo creía, de verdad que no se lo creía. Todas sus cavilaciones no pasaban de ser una excusa miedosa y profundamente repulsiva; una queja vacia muda.

Ya estaba desnudo. El sol no calentaba lo suficiente. Encendió su querido equipo de audio y cantó haciéndole dúo: «Sentado sobre una Piedra, de la calle Soledad, sentado como si fuera el pensador de Rodín. Esta es la historia de un niño que se detuvo a soñar y sigue esperando un da que no acaba de llegar.» Sonrió levemente, este era el día. Su libertad estaba cerca. Tomó dos pomos de pintura, negra y roja. Se pintó el cuerpo de unos arabescos que no entendía pero le quedaban bien en contraste con su blancura. Se tapó la cara con una mano mientras la otra vaciaba el pomo rojo en el pelo. Nunca había estado mejor. Si había otra vida después de esta, de lo que no estaba muy seguro, no tomaría, ni fumaría marihuana, ni se empastillaría, sólo se suicidaría al tener uso de razón. Jamás había comprobado una sensación de plenitud tan grande, de ser lo único en el cosmos, de ser, por primera vez, dueño de su tiempo y de su espacio.

Esperó hasta sentir seca la pintura. El pelo, recogido en un moño, parecía un pedazo de saco; un pedazo de saco rojo. Se miró al espejo; era una obra de arte, una experiencia a modo de lienzo vivo esperando catapultearse a la trascendencia. Su meditación no insinuaba qué pasaría después con el cuerpo. En realidad, si no iba a sentir nada, daba lo mismo que hicieran cualquier cosa con él, pero valía la pena que lo dejaran en exposición unos días al menos. Quizás inaugurara una nueva expresión artística, un octavo arte.

Apagó la grabadora quitándole el cable. Había pensado en la mejor manera de matarse. Pensó en las pastillas y las desechó por lo afeminado que era quitarse la vida con pastillitas. Pensó en una pistola pero eran muy caras y robarse una era muy mala idea porque nunca pudo robar nada. El ahorcamiento resultaba el método más factible, aunque creía que esa era la forma preferida por personas de poco nivel cultural y bajo coeficiente de inteligencia. Tal vez si le diera un toque postmoderno podría convertir su muerte en la ópera prima del suicidio contemporáneo. Además, él no era tan culto ni tan refinado como para estar escogiendo una muerte de intelectuales a estas alturas.
El cable alcanzaba el largo necesario para usarlo como soga. Tomó una silla colegial, de esas corrientes que el padre solía cambiar por los sillones hogareños y dinero de vuelto para hacer brotar alcohol como una fuente, y amarró el cable en un tubo donde mataba el aburrimiento haciendo ejercicios.

Quitó la silla corriente y trajo una silla neoclásica del siglo diecinueve, símbolo familiar por excelencia con las marcas del tiempo en la pata crujiente por el comején y de las luchas entre la abuela y el padre para no convertir la silla en bebida enajenante. Ahora estaba listo el escenario. ¡Coño!: ¿y si a la abuela se le volvió a olvidar la llave? La pobrecita anciana que salía muy temprano día tras día a vender cigarros, o lo que apareciera, tenía muy mala memoria. Luego pasarían los días y obligados por el fétido olor que saldría por las rendijas de la casa, romperían la puerta y lo encontrarían quizás sin los colores que lo adornaban y no le daba la gana, no le daba la gana que le echaran a perder su muerte impactante, su lección al mundo por culpa de una vieja sonsa, olvidadiza y cagalitrosa. Volviendo al cuarto se detuvo enfrente del televisor, ¿Qué harían abuela y papá con la grabadora? El padre tenía su radio para escuchar los números de la lotería clandestinamente cada madrugada y a la abuela no le interesaban mucho las estaciones radiales o la música grabada. Seguro la venderían y tendrían con qué vivir un par de meses. Se alegró por los suyos. Al fin hacía algo por ellos. Los ojos se le nublaron de lágrimas. La sensación de inutilidad barrenaba aún más su contingencia. iTenía que morir, que desaparecer para dar algún beneficio! Era como el gusano que muere para que viva la mariposa, ofreciendo belleza por el sacrificio de su existencia, belleza que no disfrutará. ¿Por qué? ¿Por qué venimos al mundo si somos tan inservibles? ¿Por qué somos tan inservibles, tan abyectamente inservibles? ¿Por qué usé tan bien por primera vez en mi vida la palabra abyectamente? ¿Por qué estoy comiendo tanta mierda con frases carentes de sentido para alguien que se va a ahorcar?

Fue hasta el cuarto y puso en el papel, debajo de la repartición de bienes: «La madre para el que venda, alquile o preste la grabadora. Los quiero.» Subió sobre la silla neoclásica. ¡Qué jodedera con los nombres!, si es un mueble cualquiera y sirve para sentarse. Una idea lo abrazó como una colegiala imbécil que no sabe abrazar. Bajó y añadió en la nota: «Que se siente el que tenga nalgas y el que nació sin ellas que se ahorque». La frase era su legado a la humanidad. Quién puede asegurar si dentro de quince años los jóvenes la repitieran y fueran a huelgas y manifestaciones por los desnalgados que son, en abstracción plena, los que nacen sin suerte, sin aura protectora. Subió por tercera vez a la silla. Se contrarió un poco; no quiero apoyar los refranes populacheros, a la tercera no va a ir la vencida ni tranca. Bajó y subió en un salto, como si estuviera haciendo ejercicios; metió el cuello en el lazo. La pintura comenzaba a estirar la piel molestándolo un poco. Cerró los ojos recordando un poema escrito en una noche de visiones: «Y cuánta razón hay para un olvido después que hales la soga»…

Estaba listo. Con los pies quitó la silla. La vio caer, la oyó caer. Sintió su cuello apretado, apretadísimo; el oxígeno escapaba lentamente hasta la ausencia. Era la representación física de lo que había sentido toda su vida; que se ahogaba, que cualquier espacio dondeestuviera le quedaba demasiado pequeño para sus pulmones, para su corazón, para su alma, para su vida… El esfínter no retuvo el orine. Me mee. Se orinó.

El orine regó el suelo, fertilizó el suelo. Comenzó unos movimientos espasmódicos buscando aire. La epidermis adquiría un morado intenso. Era como un atlas circulatorio; todas las venas brotaban hacia afuera queriendo ser emancipadas. La piel las reprimía una y otra vez intermitentemente. Los músculos contraídos le dolían más, mucho más que el cable en el cuello. Todo lo veía borroso. Es el infierno, lies el infierno!!; ¡qué dolor! ojalá no dure mucho más. Se sintió liberado, ya no había presión en el cuello, dolor sí, pero no presión. Cayó en un estadio de seminconciencia, un letargo oxigenado de ángeles brillantes, de seres marchitos, de guitarras eléctricas. Morí, me maté, ¡Al fin me maté!
Me dolió matarme.
Mario despertó en su cama. Jenny acariciaba su pelo delicadamente, como una madre.
Mavito trató de hablar. No pudo. Algo le oprimía la garganta. Oyó a lo lejos, por poco te me mueres, menos mal que me di cuenta de lo que pensabas hacer. Coño, Mario, uno no deja el mundo así, uno no deja a los que dice que quiere así, vaya chico eso no es ni de hombres, que Dios te perdone. Cuando escuchó que su acto no era de hombres trató de incorporarse para defenderse, ¿Qué se pensaba? ¿Qué carajo se pensaba? No pudo moverse. Todo el cuerpo dolía mucho. Yo sí soy un hombre, yo lo que no aguanto más tu cara sonriente cada vez que te mando para el carajo, que me digas que me amas y no te importa lo que haga o deje de hacer; me molesta tu hipocresía, pero me gustan tus abrazos, tus besos. Trató de hablar y no pudo, nuevamente. El dolor era insoportable. Jenny se dio cuenta y buscó un meprobamato. Sabía que era muy flojo para él, acostumbrado al parquisonil y a la omatropina.

En fin, algo era algo. Viró con un vaso de agua y una pastilla blanca, grande. Mientras se la daba, con ojos llorosos y voz entrecortada, con algo parecido a una alegría oprimida por la tristeza del que no tiene a nadie que muera por uno, le hizo un chiste sobre elefantes y aspirinas.

Mario casi sonrió. Lo besó. Era un beso de mocos y lágrimas mezcladas en los labios unidos por un rito místico, sagrado. Acariciándolo, enternecida en llanto, recordó en retratos perdidos, en un tiempo que no quisiera haber vivido nunca, a su novio retorciéndose colgado de un cable, todo pintado, morado por completo. Atinó a subirse en la silla y tratar de zafarlo, de aguantarlo. Sintió algo parecido a un estruendo. fue parte del estruendo y se halló en el suelo; la silla rota en pedazos a modo de rompecabezas encima del orine. Menos mal que te pude soltar a tiempo, repela como un disco rayado. Trató de reanimar a Mario.

Cuando empezó a toser y a recuperar el color tomándolo por las orejas le gritaba ¿Qué hiciste, Mayito, qué hiciste; por qué, coño, por qué? Mientras pasaba la esponja por su cuerpo, tratando de quitar todas las manchas de pintura como si las manchas fueran todos sus pecados, para borrarlos despacio, calladamente, pero para borrarlos de una vez y dejarlo puro como un niño, como el niño que ella amaba, muy despacio deteniéndose en el pecho y moviendo la esponja aún más despacio, como si quisiera limpiar cada célula, tuvo unos deseos inmensos de hacerle el amor o de que se lo hiciera, daba igual. Un escalofrío de placer la recorrió toda; dentro, una vorágine de sensaciones chocaban en sus senos pidiendo un abrazo, un beso, unas manos que la acariciaran, que la poseyeran. Tus manos Mario, tu cuerpo, tu vida… tu alma.

Comprendió el amor más allá de la muerte, de un cuerpo yacente, frío y sin vida; se asustó pensando en la necrofilia; quizás el amor lo santifique todo, lo eleve todo, quizás, quizás…
Lo acostó. Y ahora acariciaba su pelo mojado. Mario dormía incómodo. Tal vez las cosas se arreglaran entre ellos. No había nadie en el mundo como él, al menos para ella. Tal vez las cosas se arreglaban entre ellos y pudieran, acaso, ser felices de alguna manera. Se agachó a limpiar el manchón de cera en el piso.

Jenny rompió a llorar amargamente.

O puede haber sido así:
Gregorio necesitaba dinero para devolver una considerable suma que tomó sin permiso de los dueños, ciertos pandilleros delincuentes emparentados lejanamente con él. Cuando se percataron del robo prometieron un doloroso ajuste de cuentas. Necesitaba saldar su deuda para no complicarse la vida. Gregorio no trabajaba.

Pensativo caminaba por una calle que se extendía hasta el mar. Vio dos cuerpos abrazados en un beso bastante provocativo, inmoral para una hora tan temprana de la tarde. Despacio se acercó a la escena. Esos momentos no podían pasar desapercibidos para él. Eran los instantes recordados cuando se prolongaba el tiempo sin mueres y la soledad abofeteaba las hormonas acusándolas de vagas y holgazanas. Gregorio era bien feo. Gregorio era un mulato bien feo. Gregorio no trabajaba. Gregorio pasaba mucho tiempo sin mujeres.

Crevó conocer a la muchacha. Sí, ya conocía a la muchacha; era Jenny. Pero el otro no era Mario. Mario nunca usaba la ropa de estudiante de medicina, al menos no la usaba desde que lo botaron de la universidad por su negativa a cortarse el pelo dos años atrás. ¡Eh!, que notición, asere: Jenny engañando a Mario con un estudiante de medicina, seguramente bonitillo y autosuficiente. Un estúpido. Se indignó. Voy urgentemente a hablar con Mario, a contárselo todo. Una mano verde frenó su impulso agarrándolo por las neuronas. Esta es tu oportunidad, negro. Te haces el disimulado y le pasas por el lado a la tipa esa, la saludas y le preguntas con el mayor descaro del mundo por su novio. Ella se va a dar cuenta de que la descubriste corneando al pobre Mario, y ese es el momento ideal para pedirle dinero prestado.

Iba a dirigirse a Jenny cuando sintió que era un mierda, un basura, un mal amigo. Mayito no tenía dinero para prestarle pero era su amigo, a lo mejor su único amigo. Volteó el cuerpo y caminó hacia el hogar de Mario. La amistad exige sacrificios monstruosos, se repetía continuamente. Le sorprendió encontrar la puerta abierta. Entró. Una atmósfera sobrecargada de humo le irritó los ojos. Las ventanas y las otras puertas cerradas lo irritaron más todavía. Fue directo hasta el cuarto de Mario. Soltó una palabrota cuando vio un cuerpo colgado desnudo y pintado, muerto.

Se dejó caer en la cama recordando a Mario con vida; cómo sonreía, cómo le enseñaba cosas de medicina, de música, cómo hablaba de la Revolución Francesa cuando bebía mucho. Recordaba a Mario, lo que había sido y sería siempre para él; su amigo. Encomendó su alma a Shangó y pidió perdón por el difunto tanteando un collar de cuentas roias y negras incorporado recientemente a su cuello.

Leyó el papel del escaparate. Recogió todos los cuadros que le pertenecían por legítimo derecho. Tomó la grabadora. Un cable era fácil de conseguir. Con ella la deuda quedaba saldada. Al muerto no le iba a hacer falta.

Salió despacio de la casa. Cerró la puerta.
Masculló en silencio: Mario, la tuya.

O también pudo haber ocurrido así:
Mario advertía un alivio muy grande en el cuerpo. Sentía su cuello ausente, demasiado liviano. Cayó en unos túneles negros; imprecisas canales donde viajaba a increíble velocidad. Trataba de detenerse para mirar todo lo que pasaba alrededor. No podía.

Cuando intentaba detenerse, más rápido viajaba. La más terrible de las angustias jamás experimentada lo tomaba por el pecho y lo zarandeaba y lo increpaba y lo escupía. Todo lo que había hecho, lo que le había ocurrido, su vida ente-ra, pasaba ante sus ojos llorosos, enternecidos en llanto, como un juicio en el que es imposible defenderse, en el que se sabe culpable.

De pronto se encontró en un abismo, incapaz de cualquier movi-miento. Una paz amarillenta lo digería poco a poco, degustándolo, haciéndole saber que ella y él eran una sola esencia, que él era la paz y la paz era él. Su llanto azul se secó. No podía intuir que sería para siem-pre, connaturalizado todavía a concepciones mutables.
Enfrente una puerta fue apareciendo lentamente. Se abrió y vio luz, y en medio de tanta luz vio a Jenny con los ojos hinchados de tanto llorar, en bicicleta, una semana después de su teatral muerte. Intentó tocarla. Su mano penetraba la visión una y otra vez traspasándola: Jenny, te amo. Perdóname por no estar.

Y vio a su abuela, y a su padre, y a su madre; y al Goyo hablando de su mejor amigo, muerto una semana atrás valientemente, enfrentando al mundo por sus ideas. Y vio su cuarto, intacto, museable; como lo había dejado, salvo la mancha serosa del piso, muy limpio, inmensamente pulcro.

La felicidad que ahorcó debía resucitarla. Era su karma. Estaría purgando así el encuentro definitivo, la unión infinita. Hasta el final de los tiempos..