Sebastián inhaló fuerte lo que quedaba de cigarrillo. La marihuana ya escaseaba. De no ser por los negros rastafaris la pasaría bien mal con su vicio. Se lamió los dedos
buscando la esencia última del venenoso sabor. De algo había que morirse, de algo más que de la misma muerte. Si de algo estaba seguro Sebastián en esta puta vida era de la muerte, de su muerte.
No sabía si sería millonario, si se casaría, si viajaría por el Támesis o escupiría frente a las pirámides egipcias. Pero sí sabía que moriría.
Ese era precisamente el significado del tatuaje en su brazo derecho.
Comenzó a caminar por la sucia calle hacia la sucia escuela. Tendría que inventar una justificación apropiada para esta nueva llegada tarde. Se volvió de pronto, a sus
dieciséis años, es un jodido experto en justificaciones. ¡Mierda de país que obliga a justificar un pelo largo, un tatuaje hindú y las interminables ansias de ser él mismo,
único e irrepetible! Cuando llegó a la escuela lo esperaba el gordo.
––Bastia, ahora sí nos jodieron de verdad. Nunca debiste aceptar esa propuesta, –dijo (el gordo) tratando de disimular el aliento etílico.
––Así que anoche por fin te fuiste con la putica esa con el dinero de los cassettes –dijo Sebastián mientras se hacía una trenza en los cabellos.
––Coño, Bastia –pudo decir el gordo antes de bajar la cabeza.
––Gordo, gordo… A veces te pareces al resto de los mortales… ¿Dónde te la templaste?
––En la playa, al lado del basurero donde escondiste la hierba cuando la redada policial.
––Gordo, gordo… ¿No le habrás dicho nada de la hierba? –susurró en el oído.
––Bastia… yo te juro… coño, siempre algo se le va a uno… Betty nunca había fumado y yo pensé… vaya, tú sabes… ¡Coño, Bastia! que fumamos dos tacos y ya –alcanzó a gritar el gordo antes de que Sebastián pudiera taparle la boca.
––Gordo, gordo… –dijo y sonrió. El gordo se supo salvado.
Los muchachos decidieron dar vuelta a la escuela para entrar por la parte trasera. Entrar por la puerta trasera de la escuela requería pasar corriendo a toda velocidad la pista de atletismo, escalar la cerca de cinco metros y una vez encima de ella saltar hacia el baño, quedando prendidos de la ventana para luego penetrar al interior de la escuela. Todo debía ser hecho a gran velocidad para evitar ser descubiertos por cualquier profesor intransigente. Una vez dentro, el gordo parecía pronto al desmayo. Jadeaba
terriblemente. Sebastián golpeó su espalda repetidas veces. Cuando pareció mejorar esperarían, en la puerta del aula, el primer descuido del profesor para entrar y sentarse como si hubieran estado desde el principio de la clase.
En el momento de entrar, Jorge gritó: ¡Ataja! y Sebastián ya estaba sentado pero el gordo se enredó con la silla y cayó al piso. Todos los muchachos rompieron a reír. El profesor también rió.
––Samuel, Samuel… ¿Por qué llegas a esta hora?, preguntó el profesor que siempre pareció ser buena gente.
––Yo… este yo…
––Profesor –dijo Sebastián– Samuel prefirió hacer historia antes que escucharla. Anoche tuvo un éxtasis y fue hacia las oficinas del Partido para enrolarse en la milicia que liberará al hermano pueblo serbio del yugo kosovar.
Al no aceptarlo por su complexión desmejorada decidió él mismo partir escondiéndose en el compartimento de carga del primer avión que saliera. Pero fue descubierto y tuvo
que regresar a su casa. Eran las cuatro de la mañana.
El silencio era absoluto. El profesor, visiblemente enojado dijo: Ya me hablaron de tu actitud deplorable y subversiva. Espero que pierdas tu apuesta y aceptes definitivamente tu lugar de perdedor. Ahora, salga del aula.
Mientras Sebastián salía miró al gordo y le sonrió. Al gordo los ojos comenzaban a aguárseles. Sebastián puso rostro firme y el gordo pestañeó. ¡Pobre gordo! Vivir con
una madre esquizofrénica que de vez en cuando quemaba la poca ropa de uno, la poca ropa que a veces enviaba el padre ausente desde los cinco años, y además la madre
esquizofrénica comunista que no dejaba al hijo escuchar música en inglés y que también lo acusaba públicamente de masturbador empedernido; vivir así no era vivir, era
aguantar. Y el gordo estaba destinado a aguantar. Porque su madre metamorfoseada en profesores, vecinos, compañeros de aula, y que sin ser esquizofrénicos se volvían
inquisidores y directores del honorable pelotón de fusilamiento. “Nunca serás nada, Samuel ¡Preparen! Nunca serás nada, Samuel ¡Apunten! Nunca serás nada, Samuel
¡Fuego!” Pero Samuel sería un gran médico si lograba irse del país. Entonces se cagaría en las madres de todos los cubanos, por ser tan comemierdas y aguantones.
Cuento