Enviado: Jueves, 28 de diciembre de 2000 05:29 PM
A: Lorena Barbería
Cuentan que Galileo Galilei fue condenado por la
tremebunda Inquisición. Su amigo y ferviente –secreto–
admirador el cardenal cuyo nombre no recuerdo, delicadamente llevó a Galileo a los sótanos donde estaban los instrumentos de tortura y se los mostró.
Esto ocurrió un día antes de que Galileo se retractara en público. Un día después del reconocimiento absoluto de que la tierra estaba inmóvil, un día después porque a
pesar de los retractos contritos o no tan, los días siguen pasando y la vida fluyendo, los amigos del astrónomo le echaban en cara su cobardía. Pudiste haber sido un héroe, dijo uno de ellos. Galileo escuchaba compasivo, de sí mismo y de ellos, de su búsqueda encontrada y de la frustración de los amigos, de los lagos de Miami –perdón
por alusiones postmodernas– y de las ideas que hay que guardar en el vivero de los tiempos para esperar a que pasen los años. Galileo escuchaba. Y cuentan que entonces
dijo: “Pobre del mundo que necesite de héroes”. Nadie más habló. El reloj mientras, avanzaba. Cuando se quiere cambiar el mundo, es necesario a
veces decir: Y sin embargo se mueve. Cuando se quiere cambiar el mundo, se necesita primero cambiarse uno mismo. Y toma tiempo. Tiempo, lágrimas y miradas al techo aunque realmente no se esté mirando a ninguna parte. Hay tierras que siempre serán nuestras, más allá del hecho de que las habitemos o no. Hay espacios que siempre nos pertenecerán, más allá de que ahora estén vacíos o llenos de polvo. Hay caras que siempre sonreirán aunque la sonrisa venga sólo cubierta de recuerdos y cenizas.
Hay lugares, espacios y sonrisas donde el tiempo es sólo el pretexto para los discursivos teóricos de siempre. Hay cosas que no cambian. Hay cosas que no cambiarán. Hay
promesas que no hay que mantener porque se mantienen por sí mismas.
Cuando se quiere cambiar el mundo hay que empezar por cambiarnos a nosotros mismos. Para cambiarnos a nosotros mismos no hace falta nada más que el ente materia, es decir, nosotros mismos. No hay justificaciones externas para no hacerlo, no hay caminos señalados, no hay velas ni entierros ni discursos. Sólo el deseo –y perdone
la copia barata– de respirar sabiendo que estamos respirando como si cada respiro fuera el último y como último el primero, así, sin tiempo sin más ritmo que el propio, que
puede ser diferente en cada acto.
Te hablé un día de Dupey y de cómo se mató. Se ahorcó. En su único libro hablaba del derecho al pataleo de los ahorcados. La protesta. Y en cierto sentido la incoheren cia del que decide apagar las luces antes de que el show se acabe. “El último que salga que apague las luces”. Esa es una frase que todo el mundo repite y casi nadie valora. Hoy decidí que quiero ser yo el que apague las luces cuando todos se vayan. Pero primero quiero disfrutarlas un poco solo, sin ruidos, sin miedo. Quiero respirar hasta que no pueda más, hasta que no me dejen. Quiero respirar.
Y cuando respire, cuando todos respiremos, entonces cambiamos el mundo. Estaré vivo entonces. Estoy vivo ahora…