A Karina, porque es triste ser gato
y ser tuerto. (¿Soy justo o no soy justo?)
En fin, escucha bien: Todos somos egoístas…
I
«Y pude haber robado, matado, violado, profanado pero no lo hice. Soy un residuo de la divina creación; de la infinita divina creación. Mi existencia se limita a ser pura inconsciencia, no mía sino del que me creó. Siempre pienso en la danza. Todos esos movimientos tan bien calculados, tan perfectos, y en medio de tanta perfección el margen del error, también calculado y tenido en cuenta. Lo superable premeditado. Pero en el cuerpo del bailarín, en todo su esfuerzo físico aparece el sudor. Interminables gotas
que se esparcen con el movimiento. Aparezco entonces y nadie me nota. Tan ocupados todos contemplando la magnificencia impoluta. Aparezco entonces y compruebo
mi nimiedad vital. Soy residuo, virginal química de desecho. Decido no existir. ¿Para qué? Ruedo y ruedo y ruedo. La gravedad impulsa mi etérea constitución. Ruedo y ruedo y ruedo arrastrando partículas nocivas de maquillaje. Abismo llama a abismo. Las partículas son más y más. Sigo rodando. ¡Gravedad, coño, qué fuerza tienes! Ya no sé si soy sudor o tóxico aderezo. Ruedo y caigo justo en el ojo del bailarín, molestándolo apocalípticamente. Sólo en ese momento se percata de mi fluir insignificante. Es el instante cumbre de mi vida. Equivoca la danza, odia, pestañea y caigo al suelo para no volver a ser jamás. El baile sigue. Aplausos. Telón. Yo no existo pero todos recuerdan la astracanada. Y pude haber robado, matado, violado, profanado, que nadie, absolutamente nadie se hubiera dado cuenta. Pero no lo hice. Decidí libremente hacerme notar a cambio de un vegetar eterno intrascendente. Fue difícil, lo juro. Mas no estoy arrepentido. Y esa es la razón de mi suicidio».
Cuando Juan terminó de escribir pasó el papel a Marian, que se chupaba el dedo.
—Justificaciones, Juan, absurdo –balbuceó la muchacha entre lágrimas. ¿Y qué quieres que haga? Ahora no podemos escondernos detrás de nuestras miserias,
de nuestros tortuosos pasados –gritó Juan moviendo agitadamente las manos.
—¿Cómo explico, Juan, que me cansé de vivir, que mierda desconocida podía quizás ser mejor que mierda excesivamente rumiada? ¿Cómo explico la angustia que
me poseía mientras Gerónimo me poseía poseído de aquellas frustraciones que poseían a casi todo el mundo? ¿Cómo lo explico? ¿Acaso tienes respuestas? –Y mientras Marian hablaba, gruesos lagrimones empapaban sus pies descalzos.
El muchacho callaba. Parecía una estatua. Tuvo deseos de hablar de los sueños que anheló realizar, de los hijos que quiso tener, de la música que ambicionó componer, de la novela que trató de escribir pero prefirió prescindir de palabras. Las palabras, pensó, poseen la cabrona virtud de relativizar lo absoluto. Sonrió. Marian seguía llorando.
—¿Te hubieras casado conmigo, Marian? –Un abrazo fue la única respuesta.
—De alguna manera estamos casados para Ese que nos va a juzgar ahorita –añadió la muchacha. Entonces se dieron cuenta de que estaban parados encima de un gran
charco de lágrimas.
Juan se agachó para lavarse las manos. Marian encontraba un no-sé-qué sabroso en eso de chuparse el dedo. El muchacho volvió a parecer una estatua. Arrancó
violento el papel de las manos de la muchacha y lo hizo añicos.
—Tienes razón –dijo– no soy quién para dar respuestas.
II
—¡Qué bonito tu escrito John! –dijo Marian sonriente.
—Coño, eso tenías que haberlo dicho desde el principio.
—¿Y cuál es el principio?
—El principio es el comienzo. Mi memoria no llega hasta allá.
—¿Hubo comienzo?
—Supongo…
—¿Y qué es suponer?
—¿Nunca fuiste a la escuela?
—¿Y en la escuela enseñan a suponer cuál es el principio? ¿En la escuela enseñan…? –La muchacha se rascaba la cabeza. Estaba despeinada.
—¡Ya te dije que yo no era quién para dar respuestas!
–Juan empezaba a alterarse.
—¿Y Quién es ése que da respuestas?
—El bailarín.
—¿Y quién es el bailarín?
—El bailarín es Dios.
—¡Qué irreverente eres, John. Razón tuvo el padre Carlos en excomulgarte!
Juan se quitó la camisa. Tenía mareos.
—¡Irreverente, irreverente, irreverente. Tra-la-la-la-lala-la, John es tremendo irreverente, ve-ren-te!
Los mareos aumentaban. El muchacho lentamente ascendía.
—¡Irreverente, irreverente, tuviste suerte de nacer en occidente, irreverente!
—¡Me llamo Juan! –gritó– Y si sigues con tus chanzas no voy a pasar la eternidad a tu lado. Marian empezó a llorar.
—Fue jugando, Juan, fue jugando. Perdóname por favor.
Juan puso los pies en el suelo. Abrazó tiernamente a la muchacha. La besó, primero en la frente y luego en los labios. El mareo ya estaba pasando.
—¿Cuánto hace que nos conocemos? –y los labios de ambos casi se rozaban.
—El tiempo es ilusión de tontos –y los labios se rozaban.
Y luego del roce vino un beso, y otro, y otro. Interminables besos. No había mareo. Juan se preguntaba si alguna vez lo hubo. Pero sí había un perpetuo encanto en todos aquellos roces que se sucedían una y otra vez.
Los pies descalzos de Marian estaban sobre las botas carmelitas de Juan que pisaban pequeños pedazos de papel. El agua del suelo se había secado para siempre, creo.
III
—¿DDóónnddee eessttaammooss aahhoorraa,, JJoohhnn,, ppeerrddóónn,, JJuuaann?? –dijo Marian– que no sabía la razón por la cual veía doble.
—Estamos en cualquier parte del paraíso, princesa.
—¡¡QQuuéé lliinnddoo eess ttooddoo eessttoo!!
—Lo merecemos, princesa, lo merecemos.
—NNoo mmeerreecceemmooss nnaaddaa,, yy eess ppoorr eessoo qquuee ttooddoo eess ttaann bbeelloo…
NNoo ttee eeqquuiivvooqquueess ddee nnuueevvoo..
—No lo merecemos, princesa.
—PPeerroo aassíí ccoonnvveennddrrííaa oottrroo bbeessoo ddeelliicciioossoo ddee eessooss qquuee nnooss ddaammooss aa vveecceess.
—Convendría, princesa, convendría.
—MMááss nnoo ccoonnvveennddrrííaa uunnoo ddee aaqquueellooss cciiggaarrooss qquuee ffuummaammooss ccuuaannddoo nnooss mmaattaammooss.
—No convendría, princesa, no convendría.
—¿¿YY aaa ttii qquuéé ccaarraajjoo ttee ppaassaa??
—Estamos en cualquier parte del paraíso, princesa. Y eso basta.
—¿YY qquuéé ppaassaarráá aahhoorraa ccoonn nnoossoottrrooss??
—Ahora, princesa, seguro que Dios nos salva. Estamos aquí; y eso le debe bastar.
—Y eso me basta, dijo Dios. Y luego los invitó a vagar por lo Eterno, sin rumbo, sin prisa. Sartre sería el guía. La muerte estaba llorando. Dios entonces rió. Y la risa le bastaba.
IV
En China se afanan para que la oferta cumpla las expectativas de la demanda. En Rusia beben vodka. En Escocia los hombres se pasean en saya. En India adoran a Krishna. En Estados Unidos se debe ver buena televisión. En América Latina se lucha contra la inflación y el narcotráfico. En Australia corren canguros y nadan ornitorrincos. En Chile se come picante. En España se corren toros y se grita ¡gooool! los domingos por la tarde En el mundo entero se va al cine y se respira oxígeno más o menos contaminado.
Y yo, en Cuba, escribiendo malas historias sobre la redención humana. Pero eso me basta.