Cuento

EVE

Al once, porque aunque todo puede ser
mentira, sigo pensando en ti…

Eve se llamaba y primera vez que la veía. Lo juro por mi madre. No sé cuantas cosas pensé cuando la vi. Estaba desnuda, ¡completamente desnuda! Y nunca había visto a nadie desnudo caminando por el malecón. Incontables frustraciones poseyeron brutalmente mis sesos. Ella estaba desnuda y caminaba por el malecón justo a las cinco y treinta y cinco de la tarde. Todos la miraban. ¿Qué cantidad de personas hay en el malecón a las cinco y treinta de la tarde un viernes? No puedo suponerlo siquiera. Algunos gritaban; otros miraban, burlados. Me refiero a esos que desnudan a las mujeres con la vista. Estaba desnuda y no salgo todavía de mi asombro.
Nadie se atrevía a tocarla. Era como la verdad paseando por La Habana. La mismísima verdad camina por La Habana, dirán los titulares mañana, pensé. El temor a la verdad es razonable, digerible y a veces hasta comunicable. Algunos gritaban desaforados y nadie se atrevía a tocarla, ni tan siquiera se acercaban a menos de cuatro metros. ¿Dónde está la policía?, gritó una mujer mostrando sus ausencias dentales. ¿Dónde está la policía?, dijo el pastor pentecostal. ¿Dónde está la dulcería?, preguntó un hombre no muy alto, quizás extranjero.
Ignoraba a todos. Excéntrica, excéntrica no era. Histérica tampoco. Los autos paraban.
Ella no pertenecía a este mundo. La verdad no pertenece a este mundo, convive, pero no pertenece. Cami naba despacio, repitiendo cada movimiento como si esa repetición armoniosa guardara toda su esencia. Observé sus pies. Dedos perfectos, negro intenso doblándose y volviendo al mismo sitio. Cada movimiento de los pies descubría y escondía, descubría y escondía, descubría y escondía, descubría y escondía el peso corporal. Rodillas doblándose y logrando la excelencia perpendicular con el suelo una y otra vez. Muslos intensos, brillosos. Glúteos macizos. ¡Qué clase de culo!, exclamó alguien y su voz se perdió en la muchedumbre. Cintura estrecha, cero lípidos de más. Senos erectos, firmes, pequeños. Cuello estirado y su cara, rostro sublime, único. Era como una deidad africana: Oshún o qué sé yo qué santo de esos. Pelada al rape y la cabeza le brillaba como el sol mismo. Delgada, perfecta; únicamente perfecta… Ella no pertenecía a este mundo, y lo mantengo.
La seguí por todo el malecón durante poco más de media hora. Pensé muchas cosas desde que la vi, pero nada morboso, ni tan siquiera erótico. En realidad no despertaba el menor apetito sexual. Era un ángel, y los ángeles son andróginos, lo sé porque he leído mucho. Pero nada de lo que he leído se compara con esta experiencia. La libertad, la verdad… lo absoluto… ¡LO ABSOLUTO mismo!, todo junto, caminando por el malecón. Y yo estaba allí porque Dios quería revelárseme a través de ella. La seguí por todo el malecón; ya era mucho más que un ángel, por todo malecón; era la fusión de todo lo inalcanzable pero real, sí, ya, por todo malecón durante media hora y fue entonces, por ahí por Belascoaín, cuando se lanzó justo delante de aquel Chevrolet del ’59 color verde metálico y adornado con esas calcomanías Nike y I LOVE YOU NY. Su cabeza se estrelló contra el cristal parabrisa llenando de sangre la vía. El auto frenó y salió de él un blanco enorme con el cuello cubierto de cadenas. ¿Por qué lo hiciste Eve, por qué lo hiciste? Yo no valía esto, yo soy un mierda y ahora te fuiste para siempre, grité. Mientras, desde el interior del auto contaminaba el aire una música de esas trucutún trucutún, sí, discoteca infernal, y la boca se me llenaba de espuma y se me seguía llenando de espuma y no pude más…
Fui hasta el blanco y le entré a patadas y piñazos. Cada golpe era una queja. Y cada queja pedía más golpes. Y seguía golpeándolo. Él permanecía inmutable ante mis golpes. Pero yo no paraba. No podía parar. El puño se me estremecía al chocar contra su mentón y los pies me dolían de tanto patear sus pantorrillas. Él permanecía incólume. Y de tanto golpearlo me dolía todo el cuerpo. Entonces lo agarré por el cuello, su gordo cuello repleto de cadenas, y lo escupí y le grité. Le dije que lo mataba, que le hundiría el cráneo, que si mis quejas no podían ser escuchadas por lo menos mi odio algo haría. Y arranqué una de sus doradas cadenas. Él entonces, con sus siete pies y sus envidiables trescientas libras, me agarró por el cuello de la camisa y me lanzó a la acera. Cuando me levanté todavía tenía la cadena en la mano. La solté y eché a correr, pero todo malecón corrió detrás de mí porque pensaron que fui yo quien empujó a la muchacha a la calle, delante de aquel Chevrolet del ’59. Fue después de once cuadras cuando me agarraron…
Eve se llamaba y primera vez que la veía. Lo juro por Dios, capitán. Y mire que a mí no me gusta estar jurando por Dios. Yo soy un zapatero honesto y ya le he dicho lo que la muchacha significaba para mí, compañero oficial. Yo estaba desesperado, muerto, cansado de mi vida insustancial, de fiestas populares y de lecturas nocturnas y ella apareció, desnuda, y Dios la aprovechó para revelárseme. No sé cuantas frustraciones sodomizaron mis sesos, y ahora, aquí, comprendo qué debo hacer, ¿entiende capitán? Uno se pasa la vida malviviendo y cuando descubre que todo está cambiando llega un inútil, manejando un auto viejo, y acaba con todo y no me dio la gana oficial, ¡no me dio la gana! Ahora comprendo lo que no comprendía porque estaba ciego y ahora veo… ¡veo, VEO, señor capitán, VEO!… y cuando se abren los ojos es imposible cerrarlos; imposible…
Eve se llamaba y primera vez que la veía y Dios la utilizó para darme su mensaje y ella se suicidó, ¿entiende?, S-U-I-C-I-D-Ó y no tuve nada que ver con eso. Lo juro por Dios y mire que a mí no me gusta estar jurando por Dios, ¿comprende capitán?…
Yo sabía que la verdad, la libertad y todas esas cosas no podían caminar tan impunemente por el malecón habanero sin inmolarse. Yo lo sabía, pero no me atrevía a hablar de eso, por aquello de no buscarme problemas.
Yo soy un tipo tranquilo, ¿no es verdad oficial?…
Cuando Teodoro García Moreno, piel negra, 155 centímetros de estatura, 100 libras, 68 años, de profesión zapatero, salió de la oficina de homicidios, el capitán Alexis Calzado Solo le dijo a su secretaria: Verdad que uno tiene que oír mierda todos los días. Llevo 22 años oyendo mierda y no me canso. Y entonces prendió un cigarro. ¡Ah!, y ponle ahí posible diversionismo ideológico, y bien grande. La secretaria asintió con la cabeza, tecleó algo y preguntó si ideológico se escribía sin h. El oficial gritó si lo había confundido con un profesor de Español, que lo escribiera como le diera la gana. La muchacha volvió a teclear y sacó el papel de la máquina de escribir. Despacio, lo dejó caer sobre el escritorio. El capitán miraba al techo. El humo ascendía…